6 mar 2016

"Cuando los Caxtiltlacah asolaban el Poniente" (Parte Segunda)


Navegando en la Santa María de Barca, nao capitaneada por Juan de Valdivia, los jugadores se daban cuenta poco a poco que muchos de los marinos no eran profesionales, sino que ostentaban variados oficios (panaderos, artesanos, soldados e incluso rumores de la vida del latrocinio...). El alquimista José acataba las órdenes sin rechistar, apelando a salvaguardar sus secretos; Joao Aveiro poco a poco se hacía con el cargo de médico de a bordo; Rui se dedicaba al manejo de velas sin apenas rechistar... Orazio Escolano, por contra, se dejaba notar como un noble de alta cuna, aunque ayudaba en las tareas de cubierta para mantenerse fresco.

En este día a día sin trifulca alguna en la nao, sucedió en la tercera jornada un hecho sin precedentes. Tras amanecer nublado, los truenos desde muy temprano resonaban en el cielo anunciaban tormenta y lluvia, como así fue. Un aguacero cayó sin compasión, y pronto los jugadores y el resto de la tripulación tuvieron que formar ante el capitán, para ser organizados durante el chaparrón. En ese trasiego, algo pareció chocar contra el casco de la nao. Algunos hombres se tambalearon, otros fueron empujados de espaldas e incluso alguno cayó al mar... Entonces, mientras el capitán Valdivia ordenaba a sus marinos a diestro y siniestro, otro estruendoso impacto recayó en el casco, haciendo virar el barco de la potencia...



La razón de estos impactos era singular. Los jugadores, mientras antendían a las órdenes de su capitán para estabilizar la nave, fueron testigos de lo que ocurrió en alta mar: un grupo de hombres con escamas y membranas en vez de piel saltó a cubierta impulsados por una gran ola. El agua corría entre los pies de la tripulación, mientras el huracanado viento comenzaba a desgarrar las velas y romper un mástil. Aquellos entes, atacaron a los protagonistas de esta aventura. Primero uno, luego fueron más. Tomaban también al resto de sus compañeros de navegación, haciéndolos defenderse con temor por la aterradora visión y la incerteza climatológica. Aquelos "hombres-pez" eran algo muy similar a los Saals del Mediterráneo y los Mariños de las costas gallegas peninsulares (del bestiario "aquelárrico").

En medio de la zozobra, los torrentes de agua continuaban amenizados por los rayos. El crujido de palos y maderos era cada vez más pronunciado, y algunas de las criaturas asaltantes se arrastraban por la cubierta para dejarse caer al mar, heridas de gravedad por los soldados. La nao estaba cada vez más inclinada, y fue inevitable que ésta, finalmente, zozobrara a merced de las olas. Mientras, la mayoría de marineros luchaban por sobrevivir a la catástrofe, incluyendo los jugadores con sendas tiradas de Suerte... El agua arrastró a José, Joao, Orazio y Rui al fondo del mar, hundiéndolos y sacándolos constantemente. 


* * *


El navío era ahora un conjunto disperos de palos y tablas que flotaban en mitad del mar, el cual ahora estaba en calma. Los jugadores pudieron sobrevivir a flote durante un breve e incierto espacio de tiempo; además, en este lapso oían los quejidos de otros supervivientes con su misma suerte. Finalmente vieron no muy lejos un pequeño batel y varios hombres remando acercándose a ellos entre los restos de la nave. Se trataba de marineros supervivientes, incluyendo al capitán Valdivia, un diácono llamado Jerónimo de Aguilar y un soldado español llamado Gonzalo Guerrero.

 Jerónimo de Aguilar (izq.) y Gonzalo Guerrero (der.)

 Tras ser recogidos y subidos al batel (incluyendo un can propiedad de Joao que también había sobrevivido), los jugadores fueron  informados que estaban a medio camino entre el Golfo de Darién (lugar de partida) y La Española (lugar de destino). Tras una incertidumbre durante la primera noche casi a la deriva, los jugadores y sus acompañantes bebieron de sus propios orines durante los días siguientes para sobrevivir. También comieron de los cadáveres de aquellos que no aguantaban con vida en el batel, mientras algunos cuervos revoloteaban pese a la gran distancia que había desde la costa más cercana.

Uno de ellos, el noble Orazio, tuvo entonces una especie de visión celestial (o tal vez una alucinación...). Se trababa de una figura envuelta en un manto azulado y recubierta de un halo blanquecino, elevada sobre las olas. Le aseguraba que pronto verían tierra firme y podría comer y beber hasta saciarse. También que en el lugar al que llegarían "se forjaría un guerrero capaz de aniquilar cualquier bestia". Y los ojos de Orazio se cerraron para caer dormidos.
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Pero atajó Dios los pasos de Valdivia, y a los demás dio a entender, si de entenderlo fueran dignos, las obras que hacían, ser de todo fuego eterno dignas, porque embarcado Valdivia en la misma carabela en que había venido e ido, se hundió con su oro y con sus naves en unos bajos o peñas que están cerca o junto a la Isla de Jamaica, que se llaman las Víboras.

Bartolomé de las Casas.


Continuamos en la próxima entrada la tercera parte de la aventura.
 

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